martes, 8 de enero de 2013

La guerra sin fin


Por Raúl Ortiz – Mory

La invasión a Irak, que la administración de George W. Bush dirigió en el 2003, es una de las más absurdas intervenciones militares de la historia. No solo por sus causas y procedimientos. La peor de las caras que presentó el gobierno estadounidense fue la que atañe a su accionar posguerra. Con una planificación prácticamente nula y una improvisación asombrosa en temas relevantes, la mesa estuvo servida para que los combatientes del Tío Sam cayeran cual palitroques a manos de la insurgencia iraquí. Charles Ferguson argumenta todo lo expuesto antes en el documental La guerra sin fin y explica cómo se ideó el plan de reconstrucción que fracasó por la embriaguez de poder de la cúpula de Bush.

Dirigido, escrito y producido por Ferguson, La guerra sin fin (No end in sight, 2007) narra cronológicamente los hechos acaecidos en Bagdad durante la primera mitad del 2003, teniendo como punto de partida la decisión de Bush y sus colaboradores de ocupar por la fuerza el país gobernado por Sadam Husein; y, como punto de término el panorama caótico generado por la insurgencia. La cantidad de testimonios de personas que formaron parte del gobierno estadounidense, las imágenes de archivo, la música y la didáctica exposición de cada hecho, son las mayores fortalezas de la película del director californiano. Este documental, nominado al Oscar, fue la carta de presentación de su autor, que tres años después ganó la estatuilla dorada por Job Inside.

De entrada, Ferguson pone el foco en el presente del país árabe de aquel momento. Hablo del año 2006, poco antes de estrenarse el filme. La situación social era extrema. Amplios sectores de la población carecían de agua potable, electricidad y no poseían un sistema de tratamiento de aguas residuales. Todavía se sentía la resaca del vandalismo, pero lo más grave se venía cuajando rápidamente: la insurgencia. Un periodista iraquí entrevistado para el documental, resume la situación de la población: “Los que mueren son afortunados, los que quedan son muertos en vida”.

Ferguson recurre a los antecedentes para darle al espectador una visión más amplia sobre el proceder de los Estados Unidos en materia de política internacional asociada a conflictos bélicos. Del trabajo del realizador se desprende que la invasión a Irak fue una gran excusa para dominar un territorio que geopolíticamente es fundamental para los intereses del país de las franjas y las estrellas. La ilógica conexión que buscó la administración de Bush entre Husein y Al Qaeda, tras el atentado de las Torres Gemelas, se rompió desde el interior de su propio gobierno cuando el Consejo Nacional de Inteligencia no encontró relación entre el líder iraquí y el grupo terrorista. Es decir, Bush y su cúpula de poder desoyeron las recomendaciones de los expertos sin importarles las consecuencias. Al parecer, Bush hijo quería enderezar algo que se torció durante la presidencia de su padre.

Cuando George H. W. Bush comanda la invasión a Kuwait, en 1990, al frente de una coalición de fuerzas internacionales para expulsar a Husein, no logra el apoyo del pueblo iraquí por más que lo insta a “derrocar al dictador”. De esta manera sus planes hegemónicos se truncan. Hasta ese momento no existía una ‘excusa justificable’. Husein no es derribado, pero la ONU bloquea a Irak, la economía se desploma, la pobreza muta a miseria y, de a pocos, aparecen los primeros grupos fundamentalistas. ¿Acaso no serían estos, en el futuro, la coartada perfecta para irrumpir sin que nadie se opusiera? Ferguson desliza la paradoja que Husein fuera el dictador a vencer cuando en la década de los 80 recibió asistencia militar y ayuda económica de los Estados Unidos al enfrentarse a Irán, utilizando armas químicas en sus ataques que incluían objetivos civiles. La misma estrategia se vio en Afganistán cuando la administración de Bush hijo enfrentó a los talibanes, antiguos aliados en la lucha contra el comunismo soviético. Nadie sabe para quién trabaja.

Toda la pesadilla para los miliatres estadounidenses empezó el 20 de enero de 2003 cuando Bush le dio al Pentágono el control total de Irak tras la guerra a través de un documento titulado Directiva Presidencial de Seguridad Nacional Número 24, en que se daba plenos poderes al vicepresidente Donald Rumsfeld y se hacía una hoja de ruta para los trabajos de posguerra. El documento y las personas que lo suscribían ´moralmente´ – los amigos de Rumsfeld – tenían una visión ingenua de lo que significaba Irak a niveles social, económico, religioso y étnico. La confianza reinaba en el entorno del presidente: se nombraría un gobierno compuesto por exiliados y en cuatro meses se reduciría el número de tropas. Luego, el camino estaría sembrado para la retirada y un posible beneficio en el precio del más preciado de los hidrocarburos. Sin embargo, nunca se tomaron en cuenta aspectos decisivos.

Ferguson recoge testimonios de importantes exmandos militares, quienes afirman que el proyecto Futuro de Irak – extenso documento de 13 volúmenes que detallaba estrategias y planeamiento de posguerra, elaborado por la Dirección del Programa de Seguridad Nacional – fue ignorado por la gente de Bush. Las decisiones del Pentágono fueron la prioridad, a la vez que los puestos clave de la reconstrucción cayeron en personajes influyentes del partido republicano; muchos de ellos sin preparación militar, con un desconocimiento de la lengua árabe y sin experiencia en trabajos de posguerra.

El director expone que al inicio, la población estuvo agradecida y entusiasmada con la intervención militar – un tirano dejaba el poder después de 24 años –, pero tres meses más tarde, antes las carencias y el desborde social – saqueos, asesinatos, secuestros, destrucción de universidades, museos, hospitales, empresas y edificios estatales –, la gente miró con ojos cómplices a la insurgencia; todo como resultado de un programa de reconstrucción que fue creado solo 60 días antes de la ocupación. Ferguson destila suspicacia al contar que la única instalación que las tropas estadounidenses protegieron durante las semanas de barbarie fue el Ministerio de Petróleos.

La Oficina para la Reconstrucción y Ayuda Humanitaria – ORAH, estuvo conformada por personas que poco o nada conocían de la realidad iraquí. Además, el material técnico y las herramientas informáticas no reunían las condiciones básicas para emprender una empresa como la que se había previsto. Así, 167 personas – en mayoría neófitas en los menesteres de posguerra – gobernarían a 25 millones de iraquíes. Ferguson argumenta estas afirmaciones basado en los testimonios del general retirado Jay Garner, director de la ORAH; al coronel Paul Hughes, primer director de planeamiento estratégico de la ORAH; a la diplomática Barbara Bodin, coordinadora de misma oficina; al subsecretario de Estado, Richard Armitage; periodistas estadounidenses e iraquíes, entre otros entrevistados.  

La insuficiencia de soldados es otro de los aspectos que enfatiza Ferguson en su trabajo. Según expertos militares consultados, para estabilizar Irak se debía trabajar con cientos de miles de efectivos, quizá medio millón. Rumsfeld solo envió 160 mil. Así, los marines eran presas fáciles para los insurgentes, los fundamentalistas y los terroristas que se escondían en la del país asiático. El acabose del trabajo mal llevado se dio cuando Paul Bremer fue nombrado por Rumsfeld como el hombre que sustituiría a Garner al frente de la Autoridad Provisional de la Coalición (CPA), relegando a la ORAH.

Tres fueron las decisiones que tomó el nuevo ´Hombre Fuerte´ que generaron la debacle de la ocupación: truncar el proyecto de un estado gobernado por iraquíes – Bremer sería la máxima autoridad sin resistencia alguna –; expulsar del sistema a cualquier funcionario que tenga filiación con el partido de Hussein, en total 50 mil, más allá de que sean personas capacitadas para asumir cargos de importancia, aún cuando solo mostraban lealtad al presidente depuesto para sobrevivir; y disolver el ejército de Irak, quizá la peor de las decisiones porque así miles de hombres pasaban a ser desempleados, muchos de ellos con carga familiar, y servían por su experiencia como potenciales capacitadores de los insurgentes o como probables resentidos cabecillas de nuevos grupos guerrilleros.

Charles Ferguson termina su trabajo con imágenes de un país sumido en la pobreza y la desesperanza, con tomas intercaladas de sus entrevistados y actos violentos. La guerra sin fin es un trabajo valiente, arriesgado y firme ante las versiones confusas que dio el gobierno de George W. Bush sobre la posguerra en Irak. Un hecho que hasta el 2009 dejó entre las fuerzas estadounidenses 3 mil muertos y 20 mil heridos.
   

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